Asghar Farhadi no solo es un director meramente iraní; lo es con rotundidad. No hace falta haber estado nunca en Teherán para darse cuenta de que sus películas, discúlpese el palabro, derrochan iranidad. La gran virtud de las más celebradas, Nader y Simin, una separación (2011) y El viajante (2015) –tiene sendos Oscar gracias a ellas- está en que en ellas es capaz de ofrecer reflexiones universales contemplando asuntos estrictamente locales como las divisiones económicas, la tiranía patriarcal y el yugo religioso de la sociedad de su país.
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